Por Blas López-Angulo //

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Los domingos por la tarde huelen a lunes, ese olor es peor aún que el fantasma del lunes, una vez salvados los pasos hacia la oficina, hacia la esclavitud del trabajo. Gil de Biedma, que nunca vivió de su esmerada poesía, dedicó un poema al feo lunes, un verso suyo decía: «Quizá tendrán razón los días laborables».

Los domingos, sin embargo, empiezan bien cuando no te embarga la resaca. Y empiezan bien porque como su propio nombre indica es el día del señor, dominicus. Da igual, con democracia o dictadura, la mayoría del personal se han elegido y autoproclamado señores por un día. Por eso mismo, el domingo es día de guardar, de guardar religiosamente cama hasta las doce. La falta obligada de costumbre nos echará del catre en busca familiar de unos churros o porras o de unos croissants. Con el periódico en la mano, el único pagado de nuestro bolsillo en toda la semana, los churros en otra, ah, más la película, el reloj, las gafas o cualquier otro necesario ofertón damos la vuelta. Esa película, reloj, gafas, etc. o periódico que, no sabemos si será buena señal, puede que no lleguemos a estrenar.

A veces, sin un programa claro, el reloj regalado tampoco se despereza y las horas no avanzan. Podemos pensar que es el reloj el que no funciona. Sin embargo, es el cielo que está lleno de sol, la misma luz sobre la misma plaza que se prolonga. Eso le sucedía a Meursault, el extraño de Camus al que no le gustaban los domingos como a tanta gente. Encaminado hacia un homicidio absurdo, por un sol abrasador que se rompía en pedazos sobre la arena, porque hacía ya dos horas que el día no avanzaba, dos horas que había echado el ancla sobre el mar.

A Meursault ascender en el trabajo o casarse le es indiferente. Por eso acaba matando. Si ese domingo en vez de playa  hubiera ido al fútbol tal vez su crimen podría  haberse evitado. Los ingleses, que tienen fama universal de prácticos, lo inventaron tras la revolución industrial para eso, para que la gente no se matara y supiera que hacer con los domingos. Cuando gana tu equipo nunca se es completamente desgraciado y hasta puede salvarse el frágil equilibrio criminal de cada día.

El domingo es otra cosa, sí por fin llega la hora H del día D. Si por fin llegan las cinco de la tarde y tu debida hora y media de Señor. Con un puro barato en la boca, como decía el cronista del ABC, lo recuerdo, cuando las viejas Gaunas de tercera recibían en la Copa al capitalino y real Madrid. Antes habrás rellenado los crucigramas del periódico, consultado todos los encuentros que se televisan y visitado las esquelas para asegurarte de que el muerto siempre es el otro. Si te has desplazado siguiendo los pasos de tu equipo, el tedio se muda caminante: fotografías del mal gusto provinciano, rodeos a la catedral, puede que te animes a entrar, aunque mal puedes rogar por la victoria a un santo patrón ajeno. Y bares y más bares con las mismas y peores tapas. Y ese sol, cuyas huellas te crecerán en el rostro y los brazos, con la misma luz sobre las calles que cruzas repetidamente.

Pero ha llegado tu hora. Tu hora de juzgar severamente la alineación donde siempre faltarán los de tu agrado y te permitirá chillar a los que se han colado. Que para eso pagas y eres dueño y señor de mostrar tu ruidosa desaprobación. Sabes más que nadie y estás al corriente de los bulos más descabellados. Esos que ni los propios afectados conocen. Gane o pierda tu equipo, a ti te pertenece juzgarlos, auparlos a la gloria o apearlos en menos que canta un gallo.

Con el tufo de la derrota, derrotado, te conduces por los pasillos,  condenado a sufrir la racionalidad del lunes mientras pones otra cruz en tu calendario.

Por IUSPORT

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