Por Blas López-Angulo //

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Apuro las últimas horas que ya son minutos frente al paisaje otoñal en las aguas de un onsen (balneario tradicional japonés). He llegado hasta Yoshino en la vieja región imperial de Nara persiguiendo el koyo, el enrojecimiento de las hojas. Delante de mí un cliente del hotel, aún no despojado de su elegante yukata (kimono de baño o de verano), extrae de una fuente de madera, no su excelente agua, sino un líquido dorado vertido en una cajita también de madera que me ofrece amablemente.

Pienso que sea té, pero está frío y sabe divinamente. Saboreo esta primera taza de sake sumergido en las aguas termales mientras un cuarto de luna asoma tímidamente. A lo lejos una mancha intensa de cerezos (sakura) asemeja la paleta cálida del pintor con sus tonos rojizos, naranjas, ocres y encendidos. Unos pocos blancos en segunda floración la descomponen. A mi derecha las hojas rosáceas y violetas de un sauce sacude el temblor de mis emociones. Intento vanamente detener el tiempo que pronto apagará el ambiente apenas susurrado. Entro dentro de los baños y cuando salgo desnudo compruebo la frialdad de la noche.

Aún mi cuerpo empapado de calor y erguido busca los últimos claros de una perfecta tarde otoñal. Extraigo del barril un chorro de su delicioso néctar con el que correspondo a mismo japonés de antes. Me sirvo otra cajita repleta derramando la felicidad del sake, pues el vaho que ha impregnado los cristales de mis gafas me dificulta su taponamiento. La noche resta afuera y yo con ella.  

A toda prisa alcanzamos el funicular que nos desciende a la estación de trenes. En hora y media estamos en Osaka, después de cambiar de vagón entre líneas que se cruzan y raíles que pasan entre los tejados de las casas infinitas siempre pegadas a ambos lados. Ceno y disfruto de la exquisita carne de Matsusaka.

Apenas son las ocho de la tarde (oscura desde las cinco) de un lunes festivo. Las familias japonesas acostumbran a bañarse con delectación morosa en estos momentos. La única que se permiten tras su larga jornada. Con la placidez del baño estarán preparados para recogerse en sus dormitorios y despertar con el sol naciente a las seis y media.

Mi curiosidad me lleva a abrir los periódicos del día y siento desdecir a mi excelso amigo Krahe, por una sola vez: “En las antípodas todo es idéntico, idéntico a lo autóctono”. No. Al menos estas antípodas no son idénticas a lo ibérico. Especialmente el shimbun (periódico) de deportes de Japón “Sponichi”, nada tiene que ver con el patriótico Marca o As Deportivo.

Lo de menos es que se lea como los libros empezando por “el final”, de arriba a abajo y de derecha a izquierda como en una interminable suma. Pasaré las páginas sin encontrar la más leve reseña de un partido de fútbol. En portada, acaso, el gerente de un club de baseball fija en 50 millones de yenes el precio de su jugador estrella.

En las antípodas dirían que es intransferible un momento antes de prestar ávidos oídos a las ofertas. Llegaré a la página 6 del tabloide para que ese deporte deje paso al sumo, algo verdaderamente autóctono que choca con la delgadez de sus ciudadanos. ¡Los sumotoris deben vivir apartados en una reserva! Algo de rugby, sky, incluso de golf femenino en la 12 para encontrar los resultados y clasificaciones de fútbol abajo muy abajo.

Apuestas de carreras de caballo llenan farragosamente los dos tercios restantes junto a otras apuestas de barcos, ciclismo, boxeo, hasta de caracoles. Al hombre medio nipón le mueve más el fragor de unas ganancias deportivas que su espectáculo. En eso se parecen más a sus reales antípodas del continente americano que a nosotros.

“Pero es fantástico martes y miércoles/ jueves y sábados, lunes y vísperas/ dan espectáculo con el esférico./ Allí al unísono arman escándalo/ y es como un bálsamo para sus ánimas.”

Hombre, Javier, desde luego, es más cómodo viajar a la Polinesia desde tu hamaca. Pero no es lo mismo.

 

Por IUSPORT

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