Por Blas López-Angulo //

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“Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”. (Albert Camus)

Nada tengo en contra del fútbol moderno. Ni me van las modas, ni los odios, ni las nostalgias más allá del lirismo de escribir. Los otrora llamados ases, hoy galácticos (!), son los que de antiguo han llenado los estadios. A mayor concentración de estrellas, mayor espectáculo. La Champions League no solo llena estadios, sino que es un negocio tan redondo como el propio balón. Mientras escribo estas líneas, en horario «prime time», toda Europa toma asiento para la velada.

Su repercusión es global, tanto, que dado que los negocios son los negocios, no me extrañaría que para el Mundial de Qatar, este lo sea de clubs en vez de naciones. El conflicto de intereses ya ha estallado en cuanto a las fechas a jugar. Por otra parte, la eterna trampa de los oriundos o multipatriotas, como el caso actual de Diego Costa, llegaría a su fin: jugarían con quien les paga, que lo demás son milongas.

Por tanto, asistir cómodamente desde el sofá familiar a la retransmisión televisiva y plasmática, no tiene precio. El show se vende solo. Y nos adherimos en masa. Lo malo es que la gente por pereza, sobre todo económica, no frecuenta las gradas, y menos las de su pueblo o las de su barrio. Que de toda la vida, venían a ser la base piramidal que sustentaba la afición.

Hoy, como en algunas manifestaciones donde los policías (incluidos los infiltrados) son más numerosos que los manifestantes, en muchos campos regionales son mayoría los propios jugadores (los hay también infiltrados), y se les oyen más al calor de los lances de juego que a los escasos espectadores.

De esta triste monotonía dominical, la aristocracia de las divisiones del barro se salva disputando los play-off al final de temporada. Con ellos, los viejos tiempos de emoción y acompañamiento renacen. Aún más esporádico es el lugar de los humildes en la Copa. Casi un sueño. La hazaña de eliminar a un primera, esa sí que no quiere perdérsela nadie. El tendero echará unos minutos antes el cierre, tampoco muchos, pues la distancia al campo es minúscula. Parecerá domingo, como en los derbis de antes.

Asistiremos sorprendidos al desparpajo con el que nuestro equipo de tercera tutea al superior adversario y mimetizado practica un fútbol de toque. Ese no menos sorprendido rival encajará un gol al esperar un juego directo, que resultará irremontable por la tenacidad, la entrega y disciplina de quien sabe luchar con sus armas. En la estrategia, el desconocimiento del rival, por pequeño que sea, se puede pagar caro. Sun Zi en El arte de la guerra aconsejaba conocer al enemigo como a sí mismo para ganar cien combates. Por contra, desconocerlo y desconocerte a ti mismo te pondrá al borde de la catástrofe en cada encuentro.

A altas y desacostumbradas horas de la noche, el pequeño matagigantes verá invadido el terreno de juego por familiares, vecinos, y desconocidos con ganas de sumarse a la fiesta. Asimismo, esa proximidad servirá de alivio ante la derrota postrera a los penaltis, como hace unos días le sucedió al equipo de mi infancia, el Haro Deportivo, un club centenario (la nobleza no es patrimonio de los ricos) que acarició hasta el último suspiro pasar otra eliminatoria y enfrentarse a un grande.

Al final, a los que no somos muy entendidos, el fútbol nos conmueve tanto más por esas luchas desiguales, que por los virtuosismos técnicos. La emoción aún es mayor, así como la identificación del público con sus estrellas, aunque solo lo sea(n) por un día. Ya que al siguiente, el agradecido aficionado podrá ir a comprar el pan y felicitar a esa misma estrella caída, trastocado en el ojeroso panadero sin botas, o consolarle por el penalti fallado.

Por IUSPORT

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