Por Blas López-Angulo //

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«Eso en injusto». Por tanto, el filósofo descreído se pregunta: ¿qué es justicia? Un grito destemplado, un golpe seco sobre la mesa que denuncia subjetivamente la situación personal vivida como injusta. Cuando la subjetividad es la masa no cambia nada. Refuerza su sentimiento con más convencimiento. Somos una comunidad emocional, a ver quién es el valiente que advierte que el árbitro cuando pita en contra no siempre se equivoca.

En un mundo feliz no haría falta árbitros. De hecho, en la infancia no los hay. En el fútbol callejero de nuestra nostalgia por no haber no había ni porterías. Tampoco existía el fuera de juego con lo que nos ahorrábamos dos árbitros más. Aunque el portero, verdaderamente vivía muy fuera de juego, como algún otro gordito defensa o delantero centro, si se lo permitían y aprovechaba como caído del cielo el balón que con solo rozarlo acabaría rebasando la imaginaria puerta contraria. Tan imaginaria como el larguero que tenía la virtud de bajarse, a juicio de los defensas, ante un chut enemigo, o levantarse, cuando aquellos hacían de atacantes. En todo caso, lo hábil era disparar raso, pues rara vez se concedía un gol que sufría el mal de altura.

Basta de añoranzas, tan prolijas en los correos y líos de Internet. En el mundo de adultos hay árbitros como hay inspectores de Hacienda, debido a que nadie rasca su propio bolsillo sino tiene un pistolón, así de figurado, frente a su jeta.

De todas maneras, es buena la figura del árbitro. Si no, a quién echar la culpa de nuestras propias derrotas. El odio al árbitro también refuerza al grupo. Une mucho la muta. Desde el quiosquero hasta los que están arriba de los medios, sirve para que el televidente tenga de que hablar los jodidos lunes en la oficina; sirve para que el especialista, subido al púlpito que le presta la radio o televisión de turno- ¡joder, pero si es un odiado ex árbitro!- carraspee para ofrecernos el registro más grave de su voz; sirve para que el hincha que conocemos fuera del estadio, expulse todos sus resentimientos pretéritos y futuros.

Y pienso, con la ayuda de Hobbes, que el hombre es una lengua viperina para el hombre. (Menos mal que él no del todo bien entendido autor no se acordó de la mujer). Las decisiones del árbitro son pasto de discusión. En nada ayudan los jugadores, que como rubios querubines se hacen los suecos, incluso antes de oír el silbato. Por momentos, el fútbol me parece un juego que infantiliza, sus protagonistas tienen la malicia de los niños, que no es maldad sino egoísmo. Lo malo es que los engaños de los futbolistas enciscan a los adultos, que se faltan al respeto y se dejan de hablar por esas niñerías.

Sin embargo, el fútbol no muere, ni se mueve. Ofrece cabezas de turco igual que el sistema. Alimenta al poder que le necesita inseparablemente. Por algo es una cuestión de estado donde no faltan todos sus gerifaltes. Desde el patán al más grande patán.

El árbitro es válvula de muchas frustraciones, incluidas las de ellos mismos, que nunca supieron meter un gol, por falta de puntería o exceso de michelines. En cambio, metidos en su papel la cosa funciona. En inglés se llaman referé, que quiere decir que son la referencia, además la única referencia porque son inapelables. Esto va contra todas las garantías, pero el juego dejaría de ser un juego si invocamos las formales garantías. Dependemos de un único juez que quizás hasta sea abstemio, lo que jamás debería permitirse en las buenas tierras del Ebro y del Duero. ¡Qué le vamos a hacer! No dramaticemos y no tendremos que llegar a aplicar los convenios de Ginebra.

Al aficionado se le representa como el jugador número doce, el imaginario dorsal del colegiado lo entreveo con el odioso número trece. Ya que también juega. Lo hace, a su pesar, como cabeza de turco en un mundo irremediablemente injusto.

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