Por Blas López-Angulo //
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“Hoy, en un viejo libro de texto, he vuelto a encontrar un cromo tuyo de los que entonces, cuando niño, tenía repetido. Porque éste eres tú, Guillermo Gorostiza, “Bala Roja”. Y ya…, ni me acordaba de ti.» (Juguetes rotos, de Manuel Summers).
Sic transit gloria mundi. Hoy la bala se llama Bale y el Madrid florentino pagó unos cien millones de euros por su fichaje. Hay otro mercado más pequeño, el de chalaneo de cromos, que se ha visto asaltado por la avidez de los peques por hallar la esbelta estampa del galés. Un cromo sale por diez céntimos, el suyo por quinientos, cinco euros, cincuenta veces su precio. Esta escala infantil puede que nos dé una idea de lo inflado que andan los costes de algunos fichajes.
Mi niña tuvo que romper su hucha para ficharlo. Y es que su padre no está dispuesto a renunciar al vermú de los domingos. Menos aún por ese rostro pálido que en la soleada plaza del Campillo del Nuevo Mundo, vecina al Rastro, casi no se ve. En cambio, al vermú del Reus esos mismos rayos le sientan muy bien. Rayos de alegría hasta que caiga el sol y nos empiece a pesar el domingo…
Además, a veces, los cromos se rompen; o bien porque los tenemos «repes»; o bien porque la afición los rompe, como hizo la pasada temporada la parroquia de la catedral con el otrora ídolo Llorente; o bien se rompen sus frágiles cuerpos. Ya es desgracia, que en su mismo lugar se podía pegar a una joven promesa, Ruiz de Galarreta, que cedido al Mirandés, también se ha roto.
En el documental de Summers, una joya descatalogada, Gorostiza se halla postrado en un asilo, lejos de las masas que lo adoraron. Ramiro Pinilla, un novelista nonagenario en plenitud, recrea en «Aquella edad inolvidable» el ascenso y caída de un futbolista inexistente, Souto Menaya, que logró frente a las fauces del Caudillo el gol que dio la Copa al Athletic. Trasunto de la final del 43 en el Metropolitano con gol de Zarra, minuto 114. Al poco, una entrada criminal de un rival que no jugaba «para hacer amigos» le dejó lisiado. Pasó de ser el cromo más buscado a ganarse la vida como ensobrador de esos mismos cromos en los que aún aparecía él.
En nuestros días, el tiempo va más de prisa, se queman etapas de la infancia que no se debería. La «voracidad del mercado», de los clubes de la elite, apunta hacia ella. El libro Niños futbolistas de Juan Pablo Meneses describe el continente africano como proveedor de la materia prima exportable a Europa: jóvenes de 14 años con representantes que se llevan el 60% de la tarta. La película Diamantes negros, estrenada al semana pasada, ya la citábamos recientemente, como otro espejo roto de la fama.
Un equipo belga acaba de federar a una promesa de 20 meses, y abundan las fichas de benjamines precoces. Había un tiempo en que los imberbes coleccionaban cromos y nadie les robaba su infancia. Nadie les sacaba de su hogar. En este sentido, también Messi fue afortunado, al rodar con toda su casa y familia a cuestas, una burbuja protectora que le impide su «normalización lingüística». Conserva intacto su acento che de la Argentina que dejó tan pronto. Paulo Futre me contó que su padre, la estrella Paulo Futre, se paseó por media Europa y hasta el Japón de Yokohama, pero en realidad nunca salió de Portugal. Se llevaba a su troupe a cuestas, y con ellos no traspasaba su jardín.
Dicen los técnicos de Bryce Brites, el bebé en pañales fichado por el club de Genk, que serán cautos y tal vez esperen a que haga su primera comunión antes de que debute con el filial. Así es posible que tenga tiempo para cambiar cromos, y no contemple su propio cromo virtual, imagen de una infancia impropia, de un cromo virtualmente roto.