El Mundial se ha convertido en una explosión de nacionalismo: cada partido es una confrontación entre países. Este deporte se ha transformado en una gran multinacional en la que se mezclan espectáculo, dinero y poder.
Hace tiempo, un futbolista inglés acertó con una buena definición: “El futbol es lo más importante de las cosas no importantes”. Y así era: un deporte, un juego, una lucha y un espectáculo, que seducía a millones de espectadores y atraía a muchos jóvenes jugadores. Un partido se podía organizar de la forma más sencilla, bastaba apenas un campo de futbol, una plaza, una calle, un solar o el patio de un colegio.
Solo se necesitaban una pelota y ganas de jugar y correr. Pero llegó la televisión, la publicidad, los grandes sponsors y el deporte superprofesionalizado de las grandes estrellas; y el futbol pasó a ser más que un deporte un espectáculo, el mayor espectáculo del mundo, un show-business mezcla de dinero y poder. Una fábrica de emociones con creciente influencia social y política. Entonces, los espectadores pasaron de los cien millones que acudían a los estadios a los más de mil millones que seguían el espectáculo por la televisión.
Se convirtió en una especie de religión laica, con más de mil millones de fieles seguidores, exactamente los que tienen las grandes religiones del mundo. Son esos mil millones que esta noche presenciarán desde los cinco continentes el partido global. Europa contra América, Alemania contra Argentina, en el histórico Maracaná de Río de Janeiro.
El poder de la FIFA
Todo ese enorme poder lo administra la Federación Internacional de Futbol, con sede en Suiza. Su líder supremo, el ayatollah del futbol, es Sepp Blatter, su presidente, que a sus 78 años sigue llevando el control férreo de una organización que se ha convertido en una de las principales multinacionales del mundo. Después de cinco mandatos consecutivos, Blatter ha convertidoa la FIFA en el mayor negocio del deporte mundial. Desde allí coordina a sus asociados, las grandesligas profesionales: la inglesa, española, alemana e italiana, que mueven enormes cantidades de dinero y de poder.
Sus sponsors más importantes son las grandes líneas aéreas y fondos internacionales, Adidas, Coca-Cola, etcétera. Y sobre todo los petrodólares de los países árabes. La World Cup supera a la Super-Bowl del rugby americano, las ligas de béisbol y la NBA. Según un estudio del consultor americano ATKearney, el futbol mueve el 43% del mercado global del deporte; el rugby, el 13%; el béisbol, el 12%; y el baloncesto, menos del 10%. La Copa del Mundo de futbol, junto a los Juegos Olímpicos, son los dos grandes espectáculos del mundo.
Pero mucho dinero y poder y tanto tiempo al mando generan, inevitablemente, problemas, abusos y corrupción. Por eso la semana anterior al inicio de la Copa del Mundo, el Sunday Times publicaba los e-mails de las comisiones cobradas y pagadas por dirigentes de la FIFA en la compra de votos para que Qatar fuera la sede del mundial de 2022. La próxima será en el Moscú de Putin en 2018 y la siguiente en Qatar, en verano, en uno de los países más calurosos del mundo, imposible jugar al fútbol en esas fechas. Un país más pequeño y con menos habitantes que Canarias, pero que tiene un enorme mar de petróleo y gas en su subsuelo. Con tanto dinero ha montado Al Yazira y ha hecho de Doha una espectacular ciudad global. Ha comprado importantes multinacionales y como escaparate de su nuevo poder ha comprado la Copa Mundial de 2022. The Economist lo llevó a portada: “Jogo bonito, ugly business”. Juego bonito y feo negocio, pero da igual: Blatter y su equipo presiden el mundial.
Un Mundial que se ha convertido en una explosión de nacionalismo. Como no podía ser de otra manera en un mundo en que los pueblos grandes y pequeños rivalizan por consolidar sus intereses legítimos o no, defender sus derechos y afirmar su identidad dentro del nuevo mundo global. Y así cada partido se convierte en una confrontación entre países y enormes manifestaciones de júbilo celebran el triunfo de cada selección. Sin ir más lejos, en Canarias hemos visto en las cafeterías a los hinchas alemanes gritar, saltar y abrazarse para celebrar los goles de su equipo, que por cierto fueron muchos.
Por contra, hemos visto también a los ingleses apesadumbrados, desconcertados, como si estuvieran perdiendo la batalla de Inglaterra.
Como vencedores
En Latinoamérica, después de varias rondas victoriosas y aunque perdiera, su equipo era recibido como vencedor. Enormes multitudes en Colombia, México, Chile, Costa Rica, salían a las calles emocionadas para agradecer el duro combate y el heroísmo en la defensa patriótica del país. Curiosamente, en Estados Unidos también siguieron igual de emocionados los buenos resultados de su equipo. No solo los latinos, sino también los jóvenes anglosajones que conectaban sus dispositivos on line a los estadios de Brasil. En Francia y Bélgica, menos multitudinarias pero igual de calurosas. Y en Argelia fue la apoteosis, en vez de triunfos deportivos parecía celebrarse el fin de la guerra de liberación.
Estampas que recordaban los desfiles victoriosos de los ejércitos cuando regresaban a casa: vítores, aplausos, canciones y besos. Todo era poco para expresar las más fuertes pasiones, los más profundos sentimientos del alma de la nación.
Así el futbol se ha convertido en el cauce por donde fluyen los nacionalismos del mundo. Es cierto que resulta mejor que los enconos y conflictos entre países se diriman a pelotazos y no a bombazos. Como ocurrió con Argentina hace años, que convirtió la dolorosa derrota y humillación de la Guerra de las Malvinas de 1982 en una gran venganza, en una victoria sobre Inglaterra en el estadio Azteca de México en el Mundial de 1986.
Hay que reconocer que Argentina en ese partido fue ayudada por “la mano de Dios”: el balón dio en la mano de Maradona, pero Maradona dijo que él no la tocó, la empujó la mano de Dios. Lo importante fue que Argentina ganó, se vengó de la derrota de las Malvinas, Videla pasó a la historia como un dictador estúpido y cruel y Maradona subió a los altares porteños junto a Evita Perón y Carlos Gardel.
España también llegó a la cumbre y convirtió sus espectaculares éxitos de 2008, 2010 y 2012 en la demostración de la fuerza del país, en la prueba de su talento y en la capacidad para superar los viejos complejos históricos. Pero la vida cambia y después del ascenso viene el declive. España llegó a Brasil en busca de otra Copa del Mundo. Rajoy despidió a los jugadores en Madrid con la plena confianza en otro gran éxito. Pero La Roja fue derrotada y humillada y aprendió la amarga lección de que hay que renovarse a tiempo si uno quiere repetir las victorias. Ante la derrota, Rajoy le quitó importancia para consolarse y animarnos y lo resumió todo en una sola frase: “Solo es futbol”. Es decir, lo más importante de las cosas no importantes.
Brasil
Pero Brasil no lo entendió así. Desde 2002, cuando Lula llegó a gobierno, o país do futuro dio unsalto histórico. Salió del subdesarrollo y se convirtió en una de las grandes potencias del mundo, exactamente la quinta. Y para hacer alarde de ello presentó dos candidaturas: a la Copa del Mundo de 2014 y a los Juegos Olímpicos de 2016. Lo que supuso un esfuerzo descomunal, una enorme inversión en estadios e infraestructuras y un crecimiento desbocado y descontrolado de la economía. Pero el Gobierno de Dilma Rouseff no lo tuvo en cuenta, su obsesión era alcanzar como fuera el estatus internacional de gran potencia.
Un miembro del gobierno comentó: “Si ganamos el Mundial, vamos derechos al cielo. Si perdemos, nos vamos al infierno”. Y Alemania, sin misericordia, los aplastó y los mandó al infierno. El pueblo de Brasil ha sufrido un enorme shock en su orgullo y autoestima, sus viejos complejos de inferioridad han vuelto a renacer.
“Tristeza näo tem fim”, repiten desoladas las redes sociales. Solo los canarios, después de lo que nos pasó, somos capaces de entender la profundidad de ese dolor. Y luego vino la indignación: “Dilma la va a pagar en las elecciones de octubre”.
Y otros más prácticos aconsejan: “Renunciemos a los Juegos de 2016. Más gastos no. Lo mejor es regalársela a España, que dice estar preparada. Y dedicarnos nosotros a las cosas importantes”.
Los editorialistas, a su vez, aconsejan también superar la época de la falsa euforia, de los derroches y volver a cuidar la economía, “la pesadilla debe acabar y debemos despertar para volver a la realidad”.
Dilma debería aprender y seguir el consejo de Rajoy que, aunque no sea verdad, vale para consolarse: es solo futbol.
El partido global
Si hay algo que ha ayudado a los brasileños a despertar de su profunda depresión ha sido descubrir que los argentinos van a jugar la final. No pueden soportar que su enemigo histórico, digo enemigo, no rival ni adversario, pueda llevarse la Copa en el mismo Río, en Maracaná.
Es curioso cómo los pueblos nunca ven a sus enemigos cuando están lejos. Los únicos enemigos que importan son los que están cerca, los vecinos. Como también nos ocurre a nosotros.
Para calmar su tremenda ansiedad, los brasileños han recordado otra vieja definición del futbol: “es un deporte que inventaron los ingleses, juegan once contra once y siempre ganan los alemanes”. Y, ciertamente, si uno se atiene a lo visto, debería ser así: el jogo bonito ya no lo juegan los brasileños. Se lo ha enseñado Guardiola a los alemanes, que han convertido su estilo en una especie de tiki-taka a la alemana. Por eso la mayoría opina que ganará Alemania, si no se produce un milagro. El milagro es que despierte Leo Messi, que deambula por los campos medio dormido. Pero los argentinos tienen fe ciega: “El Messías está a punto de llegar”. Y, naturalmente, hay que aceptar que en el mundo del futbol, como sucede en la religión, los milagros son posibles. Pero improbables.
NOTA.- Publicado en el diario La Provincia (Canarias) del 13.07.14, antes de celebrarse la Final del Mundial de Brasil, bajo el título «Más que fútbol»