Por Blas López-Angulo //
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Hay una Tercera Italia que donde menos te lo esperas sigue asombrando al mundo. En los 60 las regiones del noreste, es decir, Veneto, Emilia Romagna y Toscana, obtuvieron índices de ocupación superiores a los de la gran industria del Noroeste (Liguria, Lombardía y Piamonte). La segunda e imposible Italia, ya saben, es el Sur también llamado Mezzogiorno, que parte del Abruzzo y la Campania hasta el fondo de la bota, islas incluidas.
Sucedió en un campo de fútbol de la provincia de Módena en la Emilia Romagna. Rizzoli, precisamente modenés, arbitraba al humilde Sassuolo frente a la Roma. Como su pequeño estadio es inservible para el Scudetto llevan años en campos prestados. Incluso el de Módena, pero Mapei, el poderoso propietario del Sassuolo, recientemente se lo ha comprado a la Reggiana de tercera, en cuya vecina ciudad juegan. Se trata de un moderno y amplio estadio de estilo inglés, lo que no impide que su ocupación disguste a propios y extraños. Un episodio más de la Italia acostumbrada a convivir con Peppone, el famoso comunista alcalde, y el cura don Camilo. En Sevilla o Madrid, cuesta imaginar que béticos y sevillistas, o atléticos y madridistas, compartieran terrenos.
El arquitecto Nicola Rizzoli el año pasado fue para la IFFHS, que se ocupa de las estadísticas, el mejor árbitro después del ex agente de policía Howard Webb. Por tanto, lo acaecido en el minuto 36 en el Stadium Mapei, va mucho más allá de la extravagante anécdota y de los vídeos a visitar durante la semana.
El Sassuolo perdía 0-1, Sansone, apellido real de su más bravo atacante, cae en el área frente al defensa Benatia. Peruzzo, su ayudante de puerta, le indica que le ha golpeado la cadera. Los romanos se encaran con él. Tampoco convence a Rizzoli que exhorta al delantero a que dé su versión. La Roma no da crédito: no se puede pedir eso a un jugador que lucha por salvarse del descenso.
Sin embargo, Sansone, sorprende a todos. «Benatia me ha cogido de la maglia y luego he resbalado. Una media confesión del todo italiana, aunque suficiente al cabo de 4 minutos para que el juez anule el penalti. ¿Cómo habría actuado Webb? Instado por su ayudante a pitarlo, el principio de autoridad fatalmente le llevaría a no desautorizarle. ¿O sí? En todo caso, ese diálogo entre las partes implicadas jamás hubiera tenido lugar. Al menos, es mi hipótesis.
Hace meses al retrotraerme aquí al fútbol como un juego de infancia, recordaba que la figura del árbitro suponía un lujo inexistente para su desenvolvimiento callejero. Ahora bien, maldita la falta que hacía.
No manosearemos más al juvenil Camus para proclamar que este deporte es una escuela natural de ética. Acabo de leer un bienvenido ensayo sobre la materia: «Del juego al estadio. Reflexiones sobre ética y deporte», escrito a dos manos por Jacobo Rivero y Claudio Tamburrini. En cambio, no puedo estar de acuerdo con el segundo cuando tilda de irracional cuestionar la figura del árbitro «porque no se pueden tomar decisiones colectivas sobre si fue penalti o no».
A pesar, cierto, de obstruir la fluidez del juego. En fase de formación, entiendo que el debate ofrece valores muy positivos, en cuanto a la posibilidad de alcanzar acuerdos. No veo por qué, según él, ha de reservarse el consenso al ámbito familiar, cuando la socialización del deporte es un vector poderosísimo. En este sentido, Claudio hasta ve conveniente ¡las decisiones injustas de las autoridades!, hay «muchos penaltis en contra, a lo largo de la vida» -sostiene- que servirán al joven de preparación como persona.
Ya ven hasta donde puede conducir el utilitarismo de su concepción ética. No me extraña tampoco que defienda el dopaje. Como señala por contra su compañero Jacobo, de ahí solo hay un paso a normalizar desde la base una ética del engaño. Si nos es lícito juntar ambas palabras. Nunca, claro, desde la ética kantiana o las formas de racionalidad habermasianas. En el caso que nos ha ocupado, la interacción comunicativa apuesta por el mejor argumento renunciando a imponer elementos extradiscursivos.
Sin duda, la legitimidad se funda en este consenso superior a la mera reglamentación de una minoría gobernante. O a la hipocresía del fair play, tan cara al establishment. Ante la lógica heterónoma del poder, en la Terza Italia hemos asistido a un espectáculo inesperado de valores normativos. ¡Viva la autonomía de la Emilia Romagna!