Por Blas López-Angulo //
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“La primera igualdad es la equidad.”
(Víctor Hugo)
Había depositadas grandes esperanzas, sobre todo por los clubes más pequeños, en que durante la presente temporada el Ejecutivo llegara a aprobar un decreto ley sobre la venta centralizada de los derechos audiovisuales de Primera y Segunda División, con «reparto equitativo y de solidaridad con el fútbol aficionado».
Cuando se habla de repartir se espera un reparto justo, equitativo, bueno (solidario en la jerga contemporánea). Pero de creer en la justicia y la bondad humanas los conflictos jamás existirían.
En principio, el antiguo derecho natural, a pesar de la propia contradicción de sus términos, parecía ofrecer la solución ideal para cada caso. Ya Ulpiano, la mayor autoridad del Digesto (compilación del Derecho Romano en la época del emperador Justiniano), definió la justicia como la continua y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo (suum cuique tribuere).
Definición tan perfecta objetivamente como imperfecta desde un punto de vista subjetivo. Ya la conocida máxima anglosajona “Convertir los zapatos del juez en la unidad de medida de la ley”, nos advierte de que no existen tales zapatos mágicos y universales con propiedades retributivas y distributivas, sino tan particulares los de Su Señoría como los demás.
No ha de extrañar que a lo largo de los siglos se desarrollarán teorías generales sobre la justicia más allá del casuismo, del tomismo y del neotomismo.
Rawls, un filósofo liberal de bastante renombre oficial, basó su Teoría de la Justicia en el concepto de equidad como integración de sus elementos constituyentes: la libertad y la igualdad. Equidad proviene de aequus, «igual», y de la «͗επιεικεία» griega, virtud de la justicia del caso en concreto.
El DRAE enumera estas definiciones: Justicia, imparcialidad en un trato o un reparto. La «bondadosa templanza habitual»; a la propensión a dejarse guiar por el deber o por la conciencia, más que por la justicia o por la ley escrita; una moderación en el precio de las cosas o en las condiciones, una «disposición del ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece”.
Decía Henri Barbusse, autor que describió como nadie los horrores de la Primera Guerra Mundial, a propósito de los lemas de la revolución francesa, que “la libertad y la fraternidad son palabras, mientras la igualdad es un hecho. La igualdad debe ser la gran fórmula humana.” Sin embargo, este principio material, y por tanto menos vaporoso que los anteriores, ha gozado de tan buena como mala prensa.
¡La doctrina de la igualdad!… Pero si no existe veneno más venenoso que ese… “Igualdad para los iguales, desigualdad para los desiguales» – ese sería el verdadero discurso de la justicia: y, lo que de ahí se sigue, «no igualar jamás a los desiguales». Habló Nietzsche.
Según John Rawls, las desigualdades sociales y económicas deben ser dispuestas de modo tal que ellas satisfagan estas dos condiciones: a) deben ser para el mayor beneficio de los que se encuentran en la posición social menos aventajada (el llamado «principio de la diferencia»), y b) deben adjudicarse a funciones y posiciones abiertas a todos bajo condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades.
Asimismo, es necesario establecer deberes (deberes naturales los llama Rawls), como por ejemplo, no dañar, no interferir en el ejercicio de las libertades de los demás. Etcétera. Bellas teorías, también refutadas, también superadas. Si nos atenemos a la fealdad de los hechos, habremos de contar con personajes tan tozudos como el presidente de la Federación, una autoridad delegada que lleva plantando meses al secretario de Deporte, al de la patronal y esta vez al mismo ministro del ramo y a quien se precie.
O se reparte la magra tarta de una vez o la Liga se irá al guano. Horacio ya escribió lo que es sabido de todos. Que la muerte es la única igualdad material sobre y bajo la tierra. A este paso pascual de reuniones cojas no habrá quien la resucite.
Necesitamos hombres buenos, justos y equitativos, ¿verdad, Villar, Cerezo, Tebas y compañía?