Por José Luis Pérez Triviño //

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Imagínese el siguiente escenario. Usted es empujado violenta y alevosamente por un tercero hacia una valla que se encuentra a pocos centímetros de su cara. Como consecuencia del impacto se producen dos heridas, una en la frente que requiere sutura y otra junto al ojo izquierdo que le dejará en el futuro una cicatriz de cuatro centímetros.

Esta acción supondría casi con toda seguridad que en caso de denuncia, un juez penal examinara los hechos. Éste probablemente recurriera al artículo 147 del Código Penal donde se recoge como delito las lesiones, esto es que se produzca un menoscabo en la integridad corporal que requiera para su curación de asistencia facultativa. A su vez, la misma disposición prevé que tal acción se castigue con una pena de prisión de seis meses a tres años.

Hasta aquí todo normal. Salvo que si estos mismos hechos ocurrieran dentro de un campo de fútbol lo más grave que le pudiera ocurrir al autor de las lesiones fuera que se le impusiera una sanción disciplinaria deportiva, consistente en la prohibición para jugar durante un número más o menos elevado de partidos. Esto es precisamente lo que ocurrió durante un partido de veteranos entre los equipos del Deportivo Coia y el Farol, ambos de la localidad de Vilaboa, donde un jugador del equipo que iba ganando protegía el balón en el córner para que transcurriese el tiempo. En ese lance típico de un partido de fútbol, un jugador del equipo rival le empujó “con rabia” de forma que el primero impactó con la valla, produciéndole las heridas ya descritas.

La explicación de que estas acciones violentas en un terreno de juego no sean juzgadas por tribunales penales es que, por lo general, son toleradas y aceptadas por la mayor parte de los implicados en el juego. Se suele señalar que un deportista presta un consentimiento previo al participar en la competición deportiva y que por ello, asume los riesgos que surgen de forma natural de la disciplina deportiva que elige libremente practicar.

Otro argumento para aislar la violencia deportiva frente a las sanciones penales tiene como pilar la convicción de que los deportistas no actúan dolosamente, sino que cuando se embarcan en una práctica deportiva los motivos son lúdicos, de diversión y no para causar daños a terceros. Por ello, se entiende que las lesiones resultantes son casos fortuitos carentes de intencionalidad.

Sin embargo, este panorama empieza a cambiar. Como consecuencia de las críticas que en los últimos años se han ido vertiendo al tratamiento de no todas, pero sí algunas manifestaciones violentas en el deporte, se ha ido progresivamente tomando conciencia de que tal espacio de inmunidad es más que cuestionable. Y es que los argumentos anteriores son cuestionables. Respecto del primero se ha objetado el valor del consentimiento que tácitamente otorga el deportista cuando se dispone a practicar un deporte y es que aquél se limita a asumir los riesgos que derivan de las acciones o contactos corporales permitidos por las reglas o por los usos, pero no se presta para sufrir daños resultantes de agresiones no contempladas por las reglas o por los usos del deporte y en especial, fuera de lance del juego. Por otro lado, la tesis de que los deportistas actúan de buena fe, sólo puede servir como una presunción derrotable. Si se prueba que el agresor en el transcurso del juego tuvo intención de dañar, que actuó temerariamente o bien que la lesión tuvo lugar en lugar lejano al lance del juego, entonces la presunción carecerá de justificación.

Posiblemente como efecto de esa sensibilización, se comprenda que hubiera una denuncia por los hechos ocurridos en el partido mencionado y que una juez dictara una sentencia condenando a cuatro meses de prisión más una indemnización de 1210 euros al autor de la agresión. Y es que la jueza admitió a trámite la denuncia considerando que el agresor actuó con “ánimo de menoscabar la integridad física”. No es descartable que esta sentencia pueda suponer un antes y un después en el tratamiento de la violencia endógena en el deporte español, y en este sentido seguiría la misma estela que otros países donde ya se admiten este tipo de denuncias. Aunque ello no impide que se convierta en necesaria la tarea de delimitación muy fina para determinar qué tipo de agresiones puedan dar lugar a una denuncia o eventual condena penal para un deportista. Es obvio que nadie quiere, y no sería justificable que cada lunes se presentaran en las comisarías o juzgados miles de denuncias por agresiones producidas en las distintas competiciones deportivas donde el contacto físico es intrínseco e inevitable.

Pero por otro lado, la posibilidad de que ciertas agresiones puedan recibir una condena penal debe ponerse en relación con otras medidas que se están tomando en los últimos años destinadas a evitar que los campos de fútbol sean oasis donde por ejemplo, los aficionados se sientan inmunes para insultar o lanzar proclamas xenófobas, racistas u homófobas. De forma análoga, recurrir a la sanción penal respecto de esas ocasionales agresiones intencionales o que producen lesiones gravísimas sobre otros deportistas mediando la excusa de que los “trapos sucios se lavan en casa” quizá pueda contribuir a que algunos sujetos se lo piensen dos veces antes de actuar violentamente. En todo caso, los juristas tendrán que perseverar en una investigación profunda acerca de qué circunstancias concretas deberán tomarse en consideración para iniciar un proceso penal (intención, gravedad de la lesión, lance de juego, desproporcionalidad, etc), para así encontrar un equilibrio entre una eventual oportuna apelación al Derecho Penal y la consideración de que la mayor parte de las lesiones deportivas no merecen una respuesta  de tal severidad. Solo así se evitará dar pábulo a denuncias gratuitas o irresponsables.

José Luis Pérez Triviño
Profesor titular de Filosofía del Derecho. Acreditado como catedrático.
Universidad Pompeu Fabra (Barcelona)
Director de «Fair Play. Revista de Filosofía, Ética y Derecho del Deporte”
Presidente de la Asociación Española de Filosofía del Deporte

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