Por Javier Rodríguez Ten //
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En el modelo tradicional, un club que se hacía con los servicios de un jugador adquiría el «kit» completo: el derecho a que el jugador sólo jugara para ese club y el derecho a obtener los beneficios o asumir las pérdidas de un hipotético traspaso antes de cumplirse el contrato, asumiendo el riesgo de revaloración o devaluación que toda operación de este tipo implica. Se decía que el mayor patrimonio de un club era su plantilla, y era cierto.
Con origen en Sudamérica, alguien inventó la escisión entre derechos federativos (la exclusividad para jugar) y derechos económicos (la propiedad total o parcial sobre el importe del futuro traspaso). El club se hace con los servicios del jugador, pero carece del derecho a beneficiarse del importe del traspaso en caso de revalorizarse el mismo (como contrapartida, el precio de adquisición baja muchísimo y el riesgo de devaluación o de no obtener nada si queda libre se minimiza). Como consecuencia de ello, tenemos equipos despatrimonializados, cuyos jugadores (casi todos) pertenecen económicamente a terceros, interesados sobremanera en que el jugador vaya y venga para poder ir sacando tajada de la inversión.
En este modelo de «vientre de alquiler», el jugador y el club adquirente cada vez han ido perdiendo más derechos. Hemos encontrado cláusulas cuasi esclavistas, y en el trasfondo del asunto subyacen las enormes presiones que los fondos de inversión realizan a los clubes donde tienen «contratados» jugadores, a los directivos de los mismos e incluso a los propios deportistas, presiones que en ocasiones podrían llamarse coacciones e incluso chantajes. El jugador es una inversión a la que hay que sacar la máxima responsabilidad. Feo. A ello se ha añadido la indubitada implicación de agentes de jugadores como capitalistas de los mencionados fondos, disponiendo de activos en plantillas que posteriormente juegan entre sí. Más feo.
Esta mezcla de intereses, de restricción de la capacidad de decidir de clubes y jugadores, de despatrimonialización de las entidades y de sospechas sobre la integridad de la competición generaron una doble respuesta: la idea de la prohibición (FIFA) y la idea de la regulación (UEFA). Deportivamente, ha vencido la primera. Legalmente está por ver que los Estados (y sobre todo la Unión Europea) admitan la imposición de una restricción de tamaña entidad sobre el libre mercado, es decir, que no pase lo que ha sido el fracaso de la regulación de los agentes: sí, en la normativa deportiva se dicen unas cosas, pero conforme al Derecho de este país Vd. puede ser representante de un deportista profesional mediante un contrato civil o mercantil, y por tanto el mismo es válido y despliega efectos. Tenemos caso, o lo tendremos seguro. Y FIFA tendrá que actuar con decisión sancionando sin tapujos a quienes incumplan sus normas si no quieren que su iniciativa fracase, lo que está por verse que se haga y que no sea revocado por los Tribunales.
Mi opinión se inclinaba por la regulación del fenómeno, a la vista de que entiendo que no cabe jurídicamente imponer dicha prohibición a nivel mundial. Sin embargo, tan difícil es habilitar una buena regulación que no choque con las legislaciones nacionales y comunitaria como conseguir que prospere la prohibición, por lo que… tampoco me parece mal ésta, con todos sus problemas. Lo que sí tengo claro es que van a seguir existiendo, sobre la base de creativas figuras y estrategias basadas en la triangulación de las operaciones de financiación de los fichajes estableciendo como garantía preferente de cobro el traspaso del propio jugador, con cláusulas penales o indemnizatorias equivalentes a un mínimo de intereses en el supuesto de que el deportista quede libre.
Esto no lo para nadie.
