Por Manuel Arenas //

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Cuando hace unos meses entrevisté al Dr. Rodríguez Ten para un trabajo de Periodismo, el actual Secretario General de la Asociación Española de Derecho Deportivo, afirmaba en una de sus respuestas que “si bien es cierto que la tecnología ha traído al fútbol –concretamente al arbitraje en aquella entrevista- grandes avances y comodidades, no lo es menos que también ha restado magia a las situaciones del día a día”. Explicaba que en la actualidad había un infinitamente menor contacto humano que antaño, y que posiblemente disminuiría más hasta ser prácticamente inexistente en un futuro inmediato. “Los lunes y jueves eran un hervidero de gente en los Comités y bares cercanos. Entre árbitros se comentaban las jugadas del domingo, los incidentes, los errores o aciertos, las anécdotas del partido. Se instruía, incluso, a los nuevos árbitros, que asimilaban en presencia de los árbitros que llevaban más tiempo un aprendizaje transversal: el del frente a frente, el de los intríngulis. Todo eso se ha perdido. Las circulares online y el mundo telemático lo han convertido en teletrabajo”. “Se ha acabado la magia”, parecía afirmar con resignación Rodríguez Ten.

 

Uno de mis primeros artículos en Iusport hablaba de las ventajas que el famoso espray traería no sólo al árbitro en particular, sino al fútbol en general. Explicaba por entonces que obviamente la medida facilitaría el trabajo al árbitro, y que también beneficiaria al espectáculo, pues las barreras ya no se adelantarían impunemente y podría –también- el espectador disfrutar con mayor asiduidad de grandes lanzamientos de falta ejecutados con todas las garantías. Para tal afirmación simplemente llevé a cabo una ponderación: en la balanza de los potenciales perjuicios, pesaba menos que el espectáculo perdiera la oportunidad de asistir a marrullerías varias –las cuales, innegablemente, son del gusto de gran cantidad de espectadores-, que el hecho de que, sin espray, tanto árbitro, espectador como equipos tuvieran que sufrir los efectos –barreras mal puestas, más amonestaciones, dolores de cabeza, apercibimientos interminables- que podían acabarse con el acogimiento de una sencillísima medida. Algunas horas después de publicarse el artículo, fui duramente criticado: “ese tipo de tecnología socavaba la magia del fútbol”, que a partir de ahora ponía límites e impedía, como mínimo más que antes, el triunfo de la pillería, ese bello arte al que tanto temen los colegiados.

 

El Congreso sobre Deporte y Gobernanza Global que en mayo tuvo lugar en la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona) fue realmente interesante. Inspirado en un artículo del profesor Pérez Triviño en Iusport, decidí exponer mi Comunicación sobre los perjuicios que ocasionaría al fútbol el hecho de que los errores arbitrales fueran revisados por instancias superiores, de manera que los partidos pudieran acabar siendo repetidos, bien desde su comienzo o desde el momento del error arbitral. Para salvar y eludir las repeticiones de partidos por errores arbitrales sobre las reglas del Juego –por ejemplo, mandar reanudar un penalti con libre indirecto cuando reglamentariamente procedía su repetición- proponía, entre otras, soluciones de tipo tecnológico. Los límites son muy confusos y en este campo prácticamente todo es debatible, pero por ejemplo admitía la posibilidad de utilizar en determinados casos, y siempre teniendo en cuenta la salvaguarda de la autoridad del árbitro ex. Regla 5 del Reglamento FIFA, pantallas de televisión en directo para observar la repetición de determinadas jugadas –en este sentido es muy claro el caso del gol fantasma-, tal y como ocurre en otros deportes como el rugby o hockey hierba. En mi texto dejaba muy claro que soy de la opinión de que la tecnología en el fútbol debe implementarse de manera restrictiva: no dejo de apreciar que aunque la adopción de tecnología es positiva pues demuestra progreso y soluciones innovadoras a problemas enquistados en el deporte, a mí personalmente, como espectador, me gusta percibir las intrahistorias de la historia, los juegos al margen del Juego que acontecen en el campo, las bravuconadas de determinados jugadores. Es decir, concurro con la tesis de Rodríguez Ten, en el sentido de que la tecnología está produciendo progresivamente una automatización –también- en el deporte, que aspira a controlarlo todo hasta el punto de tratarnos a todos como robots, con un numerus clausus de acciones y comportamientos posibles, y una predeterminación de soluciones que no deje resquicio a problemas sin resolver.

 

Para que la tecnología no se adopte de forma indiscriminada y no rompa esa “magia” del fútbol que Rodríguez Ten comenta, resulta ineludible que los remedios tecnológicos se apliquen proporcionalmente a las necesidades imprescindible del deporte; pero lo que resulta más inexorable es que para ello se tenga en cuenta un límite elemental: el de la autoridad del árbitro, el máximo responsable dentro del terreno de juego.

 

No sólo el Reglamento FIFA da autoridad al árbitro: la propia filosofía del deporte lleva a delegar la responsabilidad y poder decisorio sobre el juego en un humano que ha sido formado para ello, por lo que ni siquiera la tecnología, por infalible que se quiera entender, puede sustituir o prevalecer sobre la autoridad del colegiado. Para observar cómo el límite del árbitro es infranqueable, véase el siguiente ejemplo. Imagine que reglamentariamente se prescribiera que siempre que el balón se encendiera cuando traspasase la línea de gol y que el árbitro no hubiera visto nada, debiera concederse el gol. O mejor aún. Imagínese que, a pesar de haber visto el árbitro claramente que el balón no hubiera entrado, éste se hubiera encendido al traspasar la línea de gol por un fallo tecnológico indetectable. ¿Qué ocurriría en ese momento? ¿No debería, por prescripción reglamentaria, concederse el gol? ¿No se estaría en tal caso transfiriendo a la tecnología todo el poder decisorio que debe corresponder a un humano, en tanto que el fútbol es un deporte jugado por humanos? A mi juicio ese tipo de soluciones únicamente tendrían sentido en un partido jugado por robots. Y no es el caso.

 

Ahora bien, en ocasiones donde el árbitro tuviera la última palabra, como cuando decidiera sobre la base de lo que él mismo hubiera visto en una pantalla de televisión, no sería óbice para que la tecnología se aplicara con todas las garantías, incluso reglamentariamente, como por ejemplo de la siguiente manera: “En caso de duda razonable sobre una circunstancia del juego, el árbitro deberá decidir sobre ella pudiendo ver repetidas un máximo de tres jugadas por partido”. Esa podría ser una posible propuesta legislativa, que contendría una limitación –como ocurre en el hockey hierba- por los obvios abusos que podrían darse si se permitiera utilizar la baza tecnológica ilimitadamente.

 

Como he dicho, el hecho de que un humano tenga la última palabra y la capacidad decisoria sobre un problema humano parece fuera de duda. Es por ello que el debate sobre la tecnología en el fútbol debería comenzar asumiendo como presupuesto indispensable la autoridad del árbitro, la cual no se debería deslegitimar por mucha confianza que la tecnología proporcionara. Hacerlo desnaturalizaría la más bella de las condiciones del fútbol: la humana, esa capaz de decidir lo más conveniente para preservar la magia del mismo.

 

Este artículo ha sido previamente publicado en www.futbolyfilosofia.com

@Manuel7Arenas

 

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