Por Blas López-Angulo //

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En el menos conocido relato de El portero de Manuel Hidalgo -que la posterior película homónima de Gonzalo Suárez- corría el verano del 48 cuando Ramiro Forteza, portero ambulante, recorre la montaña navarra. Como un roble de su tierra presume de haber sido ¡el Terror de los Delanteros, el Rey del Penalti, el Gigante del Real Zaragoza! Está rodeado de maquis, pero le asustan tanto o menos que los civiles. Teóricamente, el Bando de Guerra, publicado en julio de 1936, acaba de perder su vigor por un Decreto del Gobierno. Según el iusfilósofo Hans Kelsen, aquella ordenanza sería la norma fundante básica del nuevo Estado: el poder desnudo basado en un bando.

 

Partidos de fútbol en circunstancias extremas, ficticios o reales, se podrían enumerar unos pocos. Este lo va a ser. Ramiro Forteza, de excursión en un pretendido lugar idílico junto a una joven, se ve rodeado de civiles y de maquis, que en vez de defender sus diferencias a tiros, disputarán allí en un prado junto a un río un partidillo. Les falta un árbitro, la autoridad que no puede ser juez y parte. Y a falta de un cornudo ejemplar o hijo de padre desconocido, solo tienen a mano al hermano subnormal de la moza pretendida. En esos años no se ha homologado la corrección política del lenguaje, y a los tontos de pueblo se les llama subnormales sin entrar en valoraciones sobre su probable discapacidad. Javier será por un breve e intenso tiempo la autoridad en el improvisado campo de batalla.

 

Los dos bandos le miran incrédulos, le acechan y advierten. Pero él, imbuido de su nuevo papel, “obliga a los capitanes a darse la mano antes de empezar el partido”. Dos zamarras y dos tricornios hacen de palos. Hay lances difíciles, entradas no de juzgado de guardia, sino crudamente bélicas, de consejo de guerra. Protestan hasta el último minuto en que van empatados y Javier pita en la última acción, sin temblarle el pulso, penalti contra los civiles.

 

¡Qué pena que falte la hinchada! Para añadir más violencia a la violencia de por sí. A Wenceslao F. Flórez le asombraba que los propios hinchas pudieran elegir un término tan feo para llamarse a sí mismos. Consulto el María Moliner y me asusto: “Hincha”. (De hinchar. Informalmente, coger, tener hincha) Actitud de repulsión de una persona hacia otra. El cronista gallego, muy ajeno a la política y al deporte, pese a su leal adscripción y amistad con el ferrolano caudillo, no entiende que el general aplauso y admiración no se dediquen deportivamente al mejor. Haga quien haga una buena jugada, merece su reconocimiento y premio. Concepto demasiado estrecho e irrelevante para el hincha que profesa un idealismo, rayano con la religión.

 

“Alabados sean los hombres capaces de sentir fuertemente un ideal”-proclama con su magistral humor don Wenceslao. Quien piensa que cuando gana su equipo, no gana el hincha, desconoce palmaria y groseramente los entresijos de la tramoya. Los ases, hoy estrellas galácticas, ganan una pasta gansa, los directivos sacan pecho que ni te cuento, pero los verdaderos ganadores, los que durante una semana exhalarán el aire puro de la victoria son los hinchas idealistas. Al tiempo que los jugadores derraman sus lociones de tibio parfum por el campo y se desmadejan sus cabellos profesionalmente fijados, los hinchas eliminan en el espacio de dos horas las toxinas acumuladas.

 

¿Acaso puede discutirse que celebren las victorias o sufran las derrotas en purísima primera persona? Los goles compensan la parquedad de su nómina, la cortedad de sus jefes, la miseria de sus iguales, la corrupción del sistema, las contrariedades de la vida, la insatisfacción del amor, la crueldad de la edad, incluso el caos y el orden de su vida familiar.

 

1948. Caducado el bando militar, hágase la paz.

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NOTA DEL AUTOR:  Columna publicada en el Diario de Soria.

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