Por Blas López-Angulo //

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“Los dos únicos madridistas a los que quiero y respeto son Moncho Alpuente y Alfredo Grimaldos”

(Pepe Lamarca, fotógrafo argentino)  

 

Después de la segunda guerra en el Mundial de Brasil hubo muchas bajas importantes de selecciones. España fue goleada por la anfitriona, pero quedó cuarta. Diez años más tarde faltaron tres potencias europeas a la primera copa europea: Alemania Federal, Italia e Inglaterra. España lo volvía a tener fácil. Además era la reina de Europa con el Madrid de sus cinco flamantes copas y el Barcelona y hasta el Atleti.

 

Vamos, casi como hoy. Eran los mejores. Hasta Madrid para volar a Moscú llegaron al aeropuerto procedentes de Barcelona Ramallets, Gracia, Segarra, Gensana, Vergés, Eulogio Martínez y Suárez, más Helenio Herrera, el entrenador. Carmelo y Garay, desde Bilbao y Pereda y Ruiz Sosa desde Sevilla ya estaban en Madrid junto a los del Real y el Atlético: Marquitos, Pachín, Herrera, Del Sol, Di Stéfano, Gento, Rivilla, Peiró y Collar. Se quedaron con las ganas. La política, que según nos cuentan no tiene nada que ver con el fútbol, les devolvió resignados para sus casas.

 

El régimen no les permitió volar. Dicen que “Camulo” Alonso Vega y los más duros del Gobierno no querían ver la hoz y el martillo sobre el Bernabéu de ninguna de las maneras, o en previsión de incidentes. En realidad, la guerra fría acababa de recalentarse un mes antes, al derribar las fuerzas soviéticas un avión U-2 de espionaje de los EE.UU sobre la frontera rusa. Kruschev canceló la Conferencia de París con su antagónico Eisenhower. Este llamó a Franco y como aquí somos más papistas que el Papa faltó tiempo para seguir la voz de su amo.

 

Cuatro años después llegó la revancha de una derrota que no fue deportiva. Los jugadores eran otros. También el régimen hubiera tenido más motivos para vedar el peligro rojo, pero en cambio no tuvo reparos en que la final se jugase en España. En el Bernabéu sonó el himno soviético y se alzó su bandera roja con la hoz y el martillo, siguiendo los usos protocolarios. Se lo oí a Moncho un fin de semana antes de su inesperado final. Un exdivisionario azul juraba por su pasado en las estepas rusas desde los atestados graderíos al presenciar aquellos símbolos proscritos de las hordas comunistas. “Vienen los rusos con la hoz y el martillo y les ponemos la Internacional y su himno bolchevique. Me cagoen….” vociferaba a pulmón suelto.

 

A diferencia de 4 años antes, la amenaza comunista venía de dentro. Se detuvo y ajustició a Grimau, como si la guerra aún no hubiera terminado. Se detuvieron y represaliaron a todos los asistentes a la conspiración de Munich (“contubernio” lo llamó la propaganda oficial), a pesar de que en ella no se admitiesen comunistas. Se reprimió brutalmente la huelga minera de Asturias y otras huelgas. Y sin embargo, esta vez se podía jugar contra los rusos.

 

Ese día hubo bastantes rojos en las gradas, unos que por su pasado republicano -y pese a su canguelo- no se querían perder cómo la España del invicto Caudillo mordería el polvo frente a la escuadra rusa, otros más jóvenes, desde la clandestinidad del PCE esperaban lo mismo. Una revancha. Y esto lo sé por mi amigo Alfredo Grimaldos, merengue que debe su nombre a un tal Di Stéfano.

 

En nuestras sobremesas de los viernes en Malasaña, a fuerza de lagavulines, este gran periodista nos regala un montón de vivencias y anécdotas propias y ajenas. Como la de un criptosoviético, Manuel Doblado, además del Atleti, que cansado de ver perder a los colchoneros en aquel gigantesco coliseo soñaba esta ocasión histórica. A los siete minutos, mal empezaban las cosas, Pereda tras un fallo clamoroso de la defensa roja fusilaba a la mítica araña rusa, Yashin. Manolo no pudo evitar los aspavientos, ¡maldita pesadilla rojiblanca! Pero pronto empataron los rusos gracias a un veinteañero Iribar que se agachó tarde y mal. Manolo estuvo a punto de levantar el puño. Tuvo que soltar unos improperios (blasfemias que también podían costarle caras incluso en un campo de fútbol). Algunos quieren ver también en ello una traición.

 

El guardameta guipuzcoano que ya había quitado la puerta del Athletic al gran Carmelo Cedrún y que desde ese año defendió los colores de España (en esta ocasión azules), once años más tarde portó junto a Kortabarría la ikurrina en un derbi vasco, cuando esta seguía ilegalizada. Lo que le costó quedarse en 49 internacionalidades. Posteriormente prestó su apoyo a la primera Mesa Nacional de Herri Batasuna. Manolo no pudo sospechar estas complicidades ni tenía a mano una ikurriña, pero alardeó de ese empate como si fuera rojiblanco. Dentro de un orden, claro. Daban las siete y las ocho de la tarde, en Chamartín no paraba de llover, crecía el bochorno, preludio de los veranos insoportables de la villa.

 

El Caudillo, que no había anunciado públicamente su presencia, presidía el empate hasta que un malhadado Marcelino, como ese chiquillo del afamado filme, marcaba de tiro raso e inverosímil de cabeza. Manolo lo celebró arreando patadas al aire. Y no dejó, calado hasta los huesos, de lanzarlas a todo lo que buenamente halló por medio hasta su vuelta pedestre a los Carabancheles. Llovía sobre mojado, como ocurre al escribir la historia de los perdedores. Y rara vez se escribe en el deporte. Ni se repara en ellos.

 

Por IUSPORT

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