Las cuestiones que quiero someter a debate constituyen una mera opinión particular, como estudioso académico en materia de violencia en el deporte. En modo alguno me erijo en portavoz de ningún órgano o institución de los que formo parte. Partiendo de tales consideraciones, no puedo evitar plantear una serie de aspectos al hilo de las, a mi modesto juicio, tardías, apresuradas, limitadas y sesgadas medidas que se tratan de llevar a cabo, a raíz de encontrarnos con un cadáver de un “ultra” en la luctuosa jornada de un domingo, horas antes de la disputa de un partido de fútbol de primera división. Como ya aconteciera en el todavía más luctuoso caso “Madrid Arena”, cuando algunos parece que se dieron cuenta de que nuestros jóvenes asistían y asisten a locales en los que no se adoptan las más elementales medidas preventivas ni asistenciales de seguridad.
Como habitual conferenciante en esta materia tanto en España como en algunos países hispanoamericanos, suelo comenzar mis intervenciones poniendo sobre la mesa las causas, no sólo las consecuencias, de la violencia en general y en el deporte (o con el pretexto del deporte) en particular. Humildemente, creo que las apresuradas medidas que durante estos días se barajan, aun cuando en algún caso compartamos su conveniencia, van dirigidas más bien a atajar las consecuencias, no siempre la raíz o la causa del problema. Es como si a algunos les hubiera dado solamente por atajar la fiebre (y, como veremos, solo de unos pocos) en lugar de la infección que la provoca. Siguiendo este símil, no hay que limitarse a administrar antipiréticos, sino a prescribir antibióticos que acaben o atenúen la infección de violencia en el fútbol: en “todo el fútbol”.
En este orden de cosas, una de las raíces del problema, con la cautela que siempre debe imperar ante algunas generalizaciones, es la del hombre (entendido como varón o “macho”) “en manada”, aunque no debamos obviar la cada día más extensa e intensa participación de mujeres en este tipo de conductas. Y es que conductas como la violencia en el hogar familiar, centros educativos, parques, discotecas y, por supuesto, estadios y aledaños de entornos deportivos, la suelen provocar mayormente “machos en manada”. Junto a esas “manadas de machos”, debemos situar igualmente en la raíz del problema, con sus debidas coordenadas cuantitativas y cualitativas, toda una serie de cientos y cientos de actos aislados que se producen también en categorías inferiores del futbol, incluso los partidos que se disputan entre menores en patios de colegios, con bochornosos comportamientos de padres y madres, entrenadores, directivos y los propios jugadores, mimetizados por tanta violencia como entra por tus retinas y tímpanos a través de juegos de consolas, sitios web, letras de canciones, basura televisiva y sus propios hogares y aulas.
No se trata solo de elaborar normas y más normas sobre otras normas cuyo cumplimiento y exigencia de cumplimiento viene siendo a veces meramente testimonial. Menos aun se trata de hacer normas circunscritas a una ínfima parte del problema: cualitativamente, al deporte, cuantitativamente al fútbol de primera y segunda división, y temporalmente destinadas prácticamente a las dos horas que pasan los hinchas de cuatro decenas de clubes cada semana en los estadios.
Puestos a solucionar o, siendo realistas, paliar el gravísimo problema, las medidas que se adopten deben mucho más ambiciosas. No solo son los “ultras” los que generan violencia y realizan acciones reprochables. También hay elementos o acciones aisladas de personas a las que a priori no se les está prestando atención. Nuestra experiencia al frente de órganos disciplinarios, de ámbito autonómico y actualmente estatal, desde hace un cuatro de siglo, nos viene mostrando innumerables supuestos carentes de proyección y visibilidad, cuyos autores son pequeños grupos de personas o personas aisladas que hasta la llegada al estadio calificamos como “normales”, pero que se transforman en una fauna energúmena hasta instantes después de que el árbitro señala el final del encuentro. Incluso después de terminar el evento, se producen deplorables acciones, principalmente daños materiales, cuando estas personas, que no son formalmente encuadrables entre los temibles “ultras”, salen de las instalaciones deportivas a base de gritos, agresiones y peleas, rompiendo cristales del autobús del equipo visitante, destrozando el vehículo del árbitro o el mobiliario urbano que encuentran a su paso.
A estos últimos colectivos y en muchas ocasiones elementos aislados también hay que prestar atención, señalar, identificar y, en su caso, sancionar. Pero antes de vernos en la necesidad de adoptar medidas represoras, deberían operar toda una larga serie de mecanismos que han de articularse de forma absolutamente interdisciplinar, amplia, rigurosa, coherente y perfectamente engranada. Tales mecanismos no pueden dirigirse solo a esas dos horas semanales o quincenales en las que los “ultras” de equipos de las primeras categorías de fútbol se encuentran en los aledaños o en el interior de los estadios. En primer lugar, porque esos “ultras” no caen del cielo los días de partido en paracaídas, sino que desde el lunes de cada semana hasta el sábado o el domingo del partido no dejan de ser, cuando menos, potencialmente violentos y peligrosos. Por no llamarles delincuentes en muchos casos.
Y esos “ultras” de equipos de primera y segunda división, y de equipos de otras categorías preteridas estos días, y otros violentos no etiquetados como “ultras”, a veces no menos violentos y peligrosos, viven en sus casas, asisten o han asistido a centros educativos, van a trabajar y, en definitiva, conviven con muchas personas que conocen su perfil, su apariencia, su comportamiento, sus reacciones o, incluso, lo vienen sufriendo. Esa pasividad, tolerancia e invisibilidad también forman parte de la raíz del problema.
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