Con quince años se atraviesa una edad difícil, pero lo bueno de las edades es que lo mismo pasan, fáciles que difíciles. Si recuerdo en parte esa edad como convulsa, la llamaré así, es por la conflictividad escolar.

Yo que de natural soy conciliador ese año monte rifirrafes con todos los profesores, además tenía a gala poner en un brete a los que mostraban menos tablas en las clases.

Y con los más puestos se podía cortar el aire con alguna de mis airosas interrupciones. Hubo una excepción. Y se llamaba Almudena. Vino de Madrid ese curso y para unos borricos norteños del interior nos sorprendía de ella hasta su nombre.

Era muy joven, pero ese año (1979) nos renovaron todo el facherío y casperío profesoral, motivo por el que hasta noviembre no empezamos el Segundo de BUP.

Al corregir los primeros exámenes después de Navidad anoto en el mío, lo recuerdo bien: “Te expresas con una perfección impropia de tus años, pero lo echas todo a perder con una ristra de expresiones vulgares como las subrayadas.”

Estas eran -me refería al campo andaluz- “dejado de la mano de Dios” y otras tantas que no quiero recordar debidas todas a un señor apellidado vulgarmente García, y al que en esos años difíciles escuchaba todas las noches en la hora cero de mi inteligencia.

Pocas veces me ha inundado la vergüenza de manera más plena. Tanto que dejé incluso mi afición futbolera casi hasta hoy. Todo se debió a Almudena y jamás lo había contado.

Esta bellísima profesora se había instalado en mi pequeña ciudad en un rascacielos (!) construido en medio de una vieja basílica y de la enológica, de elegante sillería riojalteña. Tenía novio, pero a la manera francesa de moda, esto es, como Sartre y Beauvoir: camaradería y vidas separadas.

No obstante, ayudaba mucho que él viviera por Despeñaperros y ella en la antigua provincia de Logroño, que a los más avisados les sonaba por el Paternina y el Rioja, pero ninguno sabía a ciencia cierta donde caía.

Hoy, la ignorancia general sigue intacta, pero por el parto de las autonomías y la señora del Tiempo su ubicación es mucho más visible y practicable por la exuberante red de autovías y autopistas de “los años fáciles” subsiguientes.

Quiso la diosa fortuna que como repartidor de carnés del cine- club recién creado me tocara buscar modernos socios en ese inmenso edificio y llamara a su puerta. Aceptó mi cinéfila invitación y me hizo pasar. Ese día no hice más carnés para el nuevo año. Almudena me tenía reservadas varias sorpresas.

Quería que leyera algunos de los libros que acababa de comprar en la capital en las vacaciones navideñas, pero no se atrevía a dejar que me los llevara. Había notado que el ambiente pueblerino donde vivía era asfixiante y que los cambios se hacían esperar allí precisamente donde nunca parecía que hubiera pasado nada.

A partir de esa tarde sin faltar jamás a la cita llamaba a su timbre. Facilitaba la discreción de nuestros encuentros esa monstruosidad de torre con plantas más largas que muchas de sus calles.

La escena era siempre la misma. Me esperaba apurando El País, tomábamos un té. Empecé a llevarle muchas cajitas metálicas que una de mis hermanas traía de Bilbao. Y aunque yo aún no bebía mis padres me regalaban para ella botellas de vino en la creencia de que mis visitas no eran con ella, sino con la ciencia que jamás había tenido cuerpo de ninfa.

 

Crianzas de Rioja Alta, Bilbaínas, Muga, Martínez Lacuesta, López de Heredia…una peculiar variante de la escuela y despensa de Costa como intercambio.

Almudena que nunca antes bebió vino se aficionó más de la cuenta. Me decía que aparte de estar muy rico, tenía frío “ y me calienta”.

Entonces no podía comprender ninguno de sus posibles sentidos. Empezaban a darse bastantes circunstancias que ahora entiendo porque ayudaron a crear esas maravillosas estampas hogareñas, repetidas una y otra tarde sin interrupción.
 

ALMUDENA POR SAN VALENTÍN (II)

Durante semanas y semanas, estuve todos las tardes en su casa, trastocada en una peculiar variante de la escuela y despensa (bodega) de Costa como intercambio.

Dejé el fútbol, por las noches ni me acordaba del señor García, solo mi diosa Almudena lubricaba mis sueños. Me embriagaba el hecho de que solo yo disfrutara de su belleza y sensibilidad.

Pasaban los fríos días en su apartamento donde, desde luego, a mí no me parecía que faltara nada. Me instruía en el instituto a duras penas, pero casi entrada la noche Almudena me recibía en silencio y mis ojos tropezaban con una sonrisa de bienvenida. No me podía librar de la turbación que me atenazaba.

Aquella torre era siempre un lugar ajeno, misterioso e inalcanzable. En Torremolinos también por los setenta construyeron unas torres más altas y separadas, que pasados los años, aún conservaban un hálito de pecado. Citas extrañas.

Silencio al enfrascarse ella otra vez en el libro que leía. O en las partidas de ajedrez que jugábamos. Cinco minutos, diez. Ningún ruido, salvo el frufrú de las páginas. La sensual mujer levantaba los ojos y sonreía. Abría el Rioja por mi dispuesto. Y se servía la primera copa.

– De verdad que aún no bebes? ¡Si aquí os untan con vino hasta el pan!
– Y azúcar, pero beber no me dejan.
– Pues prueba si te interesa. No sé lo diré a nadie.

Pero no me interesaba. Siempre era lo mismo. No podía durar. El final de curso y se acabaría todo. Por eso la magia era mayor. Compartía sus lecturas y no desaprovechaba cada ocasión de mirarla fijamente a la cara. Para mi sorpresa, ella hacía lo mismo y más de una vez encontraba sus ojos escrutadores sobre mis ojos.

Y así fueron pasando los días entre lecturas de sus libros. No faltaban los sudamericanos.

El siglo de las luces de Alejo Carpentier que quiso que leyera la misma tarde en que el autor cubano abandonó este mundo. De Sábato había traído un ejemplar fresco titulado Apologías y Rechazos, solo leyó el ensayo “Sobre algunos males de la educación”.

Cuerpos divinos de Cabrera Infante, Dejemos hablar al viento de Onetti, Del reciente milagro de los pájaros de Jorge Amado, poemas de Mario Benedetti y también escogidos de Leonard Cohen. Yo por entonces no entendía la magia de esos latinos, pero Almudena entre copa y copa, sí. Prefería de sus libros de tinta fresca Conocer a Rimbaud y su obra de Lourdes Ortiz, (con la que por cierto compartí noches de libros y vinos más tarde en Madrid), el crimen de Cuenca, cuya película por esas fechas seguía secuestrada, y sobre todo, El cine según Hitchcock de Truffaut.

A pesar de mi quinceañera edad no tenía problemas para regresar tan tarde como regresaba a mi hogar. La ciencia tenía licencia y del todo insospechada, que la impartiera una sacerdotisa.

Entre los efluvios del alcohol y las notas de un viejo gramófono la atmósfera que nos rodeaba era tan envolvente y cálida que se me hacía imposible levantarme e irme.

Pero en mi adolescente cabeza no cabía otra posibilidad. Cuando al fin me incorporé y desde la cercanía quise susurrarla con devoción todo lo conocido esa inolvidable noche en sumarísimo corolario: El escritor… de Philip Roth, En tierra de infieles de Leonardo Sciascia, La distinción de Pierre Bourdieu, Material memoria de Valente, Las mil y una noches de Hortensia Romero de Fernando Quiñones, Un hombre de Oriana Fallaci… Con unos ojos entonados que hasta entonces no había visto nunca paró mi cuenta: “Ven riojanillo, aún no has aprendido nada”.

Once años después visité por primera vez el Sur de donde parte de su familia procedía. Pude saber que después fue modelo y actriz, y también traductora en Argelia. Se casó no con el novio ausente, sino con un escritor de fama en los ochenta. Por eso, siempre que he podido he escrito mal de él y de su vendida generación. No me falta razón.

 

Por IUSPORT

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